domingo, diciembre 17, 2017

 

Bolchevismo mexicano

Tras 40 años de domesticar la influencia bolchevique, en 1959 la Revolución mexicana se enfrentó con un hecho nuevo e inesperado: el triunfo del bolchevismo en América Latina. Pero si en ámbitos intelectuales y académicos Castro y el Che compitieron exitosamente con Villa y Zapata, en la arena política persistió el viejo estado de cosas: la Revolución mexicana domesticando a la rusa. El arreglo funcionó hasta el fin de la URSS, pero con las revoluciones uno nunca sabe. Su espíritu reaparece donde uno menos lo espera.

 

Hábilmente, al abstenerse de condenar a Castro y expulsar a Cuba de la OEA en 1962, el régimen del PRI se convirtió en el mediador tácito entre Estados Unidos y Cuba, el gobierno "tapón" que a cambio de sostener una retórica nacionalista protegería a toda Norteamérica del comunismo. El compromiso fue claro: México -de cuyas costas había salido la expedición castrista en 1956- defendería diplomáticamente a Cuba de Estados Unidos, a cambio de que no hubiese guerrilla. Si bien la hubo en los años 70, su dimensión e impacto fueron considerablemente menores que en Centroamérica.

 

En los años 70 (y por tres décadas más) el marxismo en todas sus variantes se convirtió en la vulgata de las universidades públicas mexicanas. Sin embargo, los gobiernos del PRI no se inmutaron: el PCM (legalizado en 1978) obtuvo apenas el 5 por ciento de los votos en las elecciones de 1979.

 

De poco valió el esfuerzo de modernización de los comunistas mexicanos para tomar distancia del bloque soviético e ir más allá de los votantes universitarios. En 1981, el PCM llegó al extremo de autodisolverse, con la esperanza de tender puentes con otras formaciones de izquierda, ligadas a las universidades públicas.

 

El PRI -se decía en broma por aquellos años- no necesitaba formar a sus jóvenes militantes porque contaba con el Partido Comunista del cual salían algunos de los cuadros que renovaban a una élite gobernante donde ser socio de Washington, estalinista convencido y vociferante antiimperialista no era una contradicción.

 

Nuestra Revolución, con su ecléctico nacionalismo, logró que México fuese uno de los pocos países del mundo donde los trotskistas tenían presencia oficial en el Congreso. Una política internacional amiga del Pacto de Varsovia (y de su marioneta, el Movimiento de los No Alineados) permitía al PRI ejercer la mano dura contra la izquierda mexicana, como ocurrió en 1968 o durante los años 70, cuando guerrillas urbanas de inspiración maoísta o guevarista fueron cruentamente reprimidas ante la indiferencia de La Habana y Moscú. Cuando a los guerrilleros mexicanos se les ocurría secuestrar aviones rumbo a Cuba, el régimen de Castro los repatriaba de inmediato o los recluía bajo condiciones penosas.

 

El cuadro comenzó a cambiar en 1988, cuando el ala izquierda del PRI abandonó el partido. Los partidos de la vieja izquierda alojaron a los disidentes en su sede, les cedieron su registro y postularon a Cuauhtémoc Cárdenas a la Presidencia. Sólo un fraude electoral impidió su triunfo, pero, en vez de tomar las armas, en 1989 Cárdenas discurrió un cambio que ni siquiera su padre había vislumbrado: la unión de toda la izquierda en el Partido de la Revolución Democrática.

 

Desde el año 2000, tras el desvanecimiento del Subcomandante Marcos (guerrillero inspirado en el Che Guevara que trocó la bandera marxista por un ideario indigenista), López Obrador se convirtió en el caudillo populista de la izquierda mexicana. En el 2006 contendió por la Presidencia, estuvo a unas décimas de ganar el poder y acusó al gobierno de haberlo defraudado. Significativamente, en su cuarto de guerra no quedaba ningún comunista y sí muchos priistas de los años 70, 80 y 90. Una vez más, la Revolución mexicana había devorado a la Revolución rusa.

 

Curiosamente, López Obrador, cuya calificación como hombre de izquierda es problemática dado su conservadurismo en temas de género y su nulo aprendizaje democrático, es un involuntario leninista. Con vistas a las elecciones del 2018, abandonó el PRD para construir, junto a la extrema izquierda que le es adicta y oportunistas de todos los colores, un partido personal donde, a semejanza del partido bolchevique soñado por Lenin, sólo manda él y sólo él decide quiénes son aptos para purificar a México de todos sus males.

 

Paradójicamente, es posible que la Revolución rusa llegue a México exactamente un siglo después y lo haga, una vez más, bajo el manto de la Revolución mexicana.

 

Enrique Krauze


domingo, diciembre 03, 2017

 

Captura de signos

La dominación a través de los símbolos es una estrategia frecuente en las especies vivas. Desde el camuflaje de los animales que cazan simulando ser algo que no son para atraer a sus víctimas, hasta líderes políticos que se adueñan de señales que son parte de la vida social para sumar adeptos, saber usar los símbolos es una forma de sobrevivir.

 

Toda cultura se sostiene de creencias, valores, rituales, lenguaje, objetos; de una gran cantidad de símbolos, materiales o inmateriales, que definen su identidad. A lo largo de nuestra historia hay casos en los que se echa mano de los símbolos para allanar camino. Veamos la astuta sobreimposición simbólica y hasta material durante la Conquista de México, facilitó la conversión de creencias como elemento posterior a la dominación física. De Coatlicue o Tonantzin a la Virgen de Guadalupe o Virgen Morena, y luego ésta como estandarte de lucha del cura Hidalgo, la apropiación de símbolos es rentable.

 

En el México moderno tenemos el madruguete del PRI al apropiarse de los colores nacionales. Nuestra bandera en el emblema de un partido político. No es de extrañar que durante décadas la campaña política más repetida, más efectiva y más sencilla fue "Vota así", seguida de la ilustración gráfica donde se marcaba con una "X" el emblema tricolor (los partidos políticos han olvidado esta poderosa imagen de cruzar su emblema, el acto físico del voto). La evolución política y social del País ha resultado en campañas más sofisticadas a las de antaño, las tácticas de captura de símbolos se han refinado.

 

Para que la cuña apriete ha de ser del mismo palo. Tenía que ser un hábil priista, fuera de su alma máter política, quien evolucionara la captura de los signos. Su partido tiene un nombre que la gente asocia con una figura religiosa, no una figura cualquiera del santoral sino el más popular símbolo religioso mexicano, el mismo que facilitó la Conquista en el siglo 16 y que puede facilitar otra conquista casi 500 años después.

 

En un país de ateos no tendría trascendencia, pero la religiosidad de la mayoría del pueblo de México encuentra eco en los discursos político-mesiánicos y demagogos en los que se ofrece la felicidad y la armonía cuando el ungido reine. Los feligreses han sido entrenados para creer y esperar milagros, actos que simplemente suceden más allá de la razón mortal. El mesías terminará con la corrupción al momento de asumir el poder, como un milagro, como sanar enfermos o revivir cadáveres, los corruptos serán convertidos. Aunque por otro lado ha declarado que no perseguirá los actos de corrupción del presente y pasado. Dentro de la fe católica los pecados son perdonados desde el cielo, el mesías mexicano exculpará desde la Tierra. ¿No suena contradictorio pretender erradicar la corrupción y la impunidad, pero declarar anticipadamente una amnistía?

 

La narrativa religiosa ha condicionado a la sociedad a pedir y esperar (léase a tener esperanza, entonces si usas esa palabra en tu eslogan...). La liturgia es abundante en expresiones como: te lo pedimos, danos hoy, recibimos; de ahí que los subsidios, los vales para los adultos mayores, las soluciones de papá gobierno, son conectivas con las personas que creen que el Gobierno existe para dar y ellos para recibir.

 

En esta asociación, tan metida en la psique social del mexicano, reside la funcionalidad del ogro filantrópico, de Octavio Paz. Los ciudadanos se sienten con derecho de recibir (ya sea que paguen o no impuestos, ya sea que cumplan o no la ley), exigir y hasta transgredir. Y cuando el Gobierno no da, hay que arrebatarle "lo que es nuestro". Detrás de esta lógica se justifican delitos como el robo de combustible.

 

El hombre que ha mencionado admirar a Benito Juárez se registrará como precandidato de su partido, Morena, a la Presidencia de México, ¡qué extraordinaria casualidad!, el 12 de diciembre próximo, la fecha más icónica del fervor religioso en México, el día de la Virgen Morena. ¿Qué diría, si viviera, uno de los artífices de la separación de la Iglesia y el Estado? ¿Consideraría una contradicción pretender un afecto a la doctrina juarista mientras se especula con símbolos religiosos?

 

El terrorista destruye los símbolos del otro, el camaleón los aprovecha.

 

Eduardo Caccia


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